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viernes 13 diciembre 2024
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Francisco de Quevedo, un espía en San Marcos de León

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Francisco de Quevedo, un espía en San Marcos de León

 

 

FRANCISCO DE QUEVEDO PASÓ DOS AÑOS EN LA PRISIÓN DEL CONVENTO DE SAN MARCOS DE LEÓN POR UNA ACUSACIÓN DEL DUQUE DEL INFANTADO Y DEL CONDE DE PEÑARANDA 

 

 

1.- Francisco de Quevedo, soldado frustrado

2.- Francisco de Quevedo, espía del Conde de Gondomar 

3.- La degradación de la Corte

4.- Francisco de Quevedo, espía del Duque de Osuna

5.- El Conde de Osuna pretende entrar en Venecia

6.- La Conjura de Venecia

7.- La huida de Francisco de Quevedo de Venecia

8.- Regreso de Francisco de Quevedo a Madrid

9.- Francisco de Quevedo en contra de Santa Teresa

10.- El Cardenal Richelieu entra en liza

11.- El Conde Duque de Olivares lleva prestamistas judíos portugueses a la Corte

12.- Francisco de Quevedo se hace eco de las quejas del pueblo

13.- La acusación contra Francisco de Quevedo

14.- El descubrimiento del hispanista John T. Elliot

15.- En la cárcel de San Marcos de León

16.- La estancia de Quevedo en León

17.- Destierro del Conde Duque de Olivares y liberación de Quevedo

 

 

 

1.- FRANCISCO DE QUEVEDO, SOLDADO FRUSTRADO

Los primeros años de Francisco de Quevedo trascurrieron en el Palacio Real de Madrid. Su padre era secretario del Rey Felipe III y su madre dama de la Reina. Sus biógrafos le han descrito como “de mediana estatura, pelo negro y algo encrespado, de frente grande, ojos muy vivos, pero, tan corto de vista, que continuamente llevaba anteojos (los quevedos); la nariz y los demás miembros proporcionados y, de medio cuerpo para arriba, bien hechos, aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia adentro”.

Era un avezado espadachín frustrado, al que no importó retar a don Luis Pacheco de Narváez, el más famoso profesor de esgrima de Madrid. Quiso hacer la carrera militar, pero la miopía y la cojera se lo impidieron. A cambio, como arma blandió su hiriente pluma, con la que escribió versos sarcásticos y corrosivos. Sus campos de batalla fueron la sátira y la mordacidad, que suplieron a la espada con largueza.

En su condición palaciega, cursó estudios con los miembros de la nobleza en la Universidad de Alcalá de Henares, hasta que, en 1600, el Duque de Lerma trasladó la Corte a Valladolid, en cuya Universidad continúa los estudios de Teología. Durante los cinco años que permaneció en la ciudad castellana entró en contacto con los escritores de la época, como Cervantes y Góngora, su enemigo predilecto. De vuelta a Madrid, se entregó con todos ellos a un permanente duelo literario que terminaba en insultos personales. Ruiz de Alarcón le llamaba “paticojo”. Y Luis de Góngora, “pies de cuerno”. Pero, Quevedo embestía: “Peor es tu cabeza que mis pies. Yo, cojo, no lo niego por los dos. Tú, puto, no lo niegues por los tres”.

 

2.- FRANCISCO DE QUEVEDO, ESPÍA DEL CONDE DE GONDOMAR

Con sus pies y su espada tuvo un tropiezo en 1609, cuando el día de Jueves Santo mató de una estocada a un hombre que había abofeteado a una dama a la salida de la iglesia de San Martín de Madrid. Eludió la justicia bajo el amparo del Conde de Gondomar, embajador en Londres, que le reclutó como agente para su servicio secreto. Quevedo no tenía otra opción. De esa forma, se enrola en el mundo del espionaje internacional.

En 1613, Gondomar le envía a Italia, donde el predominio de España estaba siendo paulatinamente mermado por Francia, llevando a cabo una destacada labor de información. El espionaje se había convertido en una actividad frecuente en España en tiempos de Carlos I y, sobre todo, desde Felipe II, que aconsejó a su hijo Carlos III que, en política exterior, siempre estuviera al corriente “de las fuerzas, rentas, gastos, riquezas, soldados, armas y cosas de este talle de los reyes y reinos extraños”.

Ante los constantes ataques de turcos y berberiscos a las costas italianas, por fortuna, el Rey nombra Virrey de Sicilia a Pedro Téllez de Girón, Duque de Osuna, para defender aquellos territorios. Quevedo y Osuna mantenían una vieja amistad del tiempo en que fueron compañeros de estudios en la Universidad de Alcalá. El nuevo virrey no tardó en llamarle a su lado como hombre de confianza. Quevedo no pudo ver mejor ocasión para poner pies en polvorosa de Niza, pues el Duque de Saboya le acusaba de haber participado en un levantamiento contra su persona y hubo de escapar a Génova a toda prisa.

 

3.- LA DEGRADACIÓN DE LA CORTE

Tan pronto como se estableció en Palermo, Osuna le nombró secretario suyo y le envió a la Corte de Madrid, que el escritor tan bien conocía, con el encargo de conseguir que el Rey le nombrara Virrey de Nápoles. Para ello, llevó una importante cantidad de dinero con el fin de sobornar a varias personalidades del entorno real. Al monarca le hizo entrega de cuatro millones y medio de ducados, más otros 30.000 como regalo para una boda real. Y con otras cantidades doblegó la influencia del Duque de Uceda, así como la del confesor real Luis de Aliaga, personaje de por sí muy corrupto.

Una vez que Quevedo logró doblar las suficientes voluntades en la Corte para que Osuna obtuviera el virreinato de Nápoles, el Duque formó una notable armada a la que, junto a los navíos reales, aportó los suyos propios. Así reunió una flota de 20 galeones, 22 galeras y otras 30 naves con la que pretendía controlar el Mar Adriático.

Pero, Osuna se topaba con un obstáculo, la República de Venecia, que se erigía como centro neurálgico mercantil del Mediterráneo, cuya hegemonía marítima era disputada por franceses y españoles, sin que ninguna de las dos potencias consiguiera desbancarla.

Por su parte, tras los manejos en la Corte, Francisco de Quevedo obtuvo el reconocimiento de varias prerrogativas. Entre ellas, la de ser nombrado Caballero de la Orden de Santiago, que le confería numerosos privilegios, al tiempo que se le concedía una pensión de cuatrocientos ducados.

 

4.- FRANCISCO DE QUEVEDO, ESPÍA DEL DUQUE DE OSUNA

A partir de entonces, Quevedo daba inicio a sus servicios como agente secreto a las órdenes del Duque de Osuna, entre los años 1616 y 1619, una faceta insuficientemente estudiada, al margen de su relevante puesto en el parnaso literario. También prestó dichos servicios a Alonso de la Cueva y Benavides, Marqués de Bedmar y Embajador en Venecia, y a Pedro de Toledo Osorio, Marqués de Villafranca del Bierzo y gobernador de Milán, quien había pretendido una intervención armada para incorporar el ducado de Monferrato a la Corona española.

En el oficio, Quevedo pasó por numerosas vicisitudes, como su captura por los calvinistas en Montpellier, el apresamiento en Toulouse para hacerle declarar en su parlamento o la orden del Duque de Saboya para capturarlo en cuanto que tuvo noticias de que había estado observando las defensa y los movimientos de los navíos en el puerto de Niza para planear un posible desembarco de las tropas españolas, teniendo que recabar la ayuda del Virrey de Cataluña para poder llegar a España.

Muy enigmática fue la audiencia que, a su llegada a Madrid, le concedió el rey Felipe III en El Escorial, que se alargó por más de dos horas, sin que haya trascendido su finalidad ya que nadie estuvo presente ni dio cuenta de ella.

 

5.- EL DUQUE DE OSUNA PRETENDE ENTRAR EN VENECIA

Mientras España tenía conflictos con Francia por la expansión territorial de ambas potencias en el sur de Europa, lo mismo sucedía con el comercio marítimo. En 1615, la República veneciana nombra Dogo a Giovanni Bembo, un bravo marinero que recibió numerosas heridas en la Batalla de Lepanto contra los turcos en tiempos de Felipe II. Por esta razón, su hijo quiso firmar un tratado de paz con Venecia para pacificar la zona, considerándole un fuerte aliado para la lucha contra los turcos. En correspondencia, Venecia se declaró neutral en las disputas entre Francia y España, considerando que no le concernían.

Sin embargo, el Duque de Osuna actuaba de forma contraria a esa pacificación a espaldas del rey. Aduciendo que Venecia estaba encargando la construcción de navíos de guerra en Holanda e Inglaterra, hostigaba a los venecianos. En 1617, encomienda a Quevedo que recorra Italia para crear toda clase de bulos y una opinión pública contraria a la República veneciana con fines desestabilizadores. Asimismo, que visite al Papa Paulo V en Roma asegurándose el apoyo del Sumo Pontífice en su política hostil frente a Venecia. En realidad, el virrey de Nápoles y Sicilia representaba el sentir de una amplia parte de la nobleza española, que se resistía a perder el predominio conseguido por Felipe II en el Mediterráneo. Por ello, consideraba vital ocupar Venecia y Saboya para completar el mapa de Italia bajo dominación española, a lo que Francia y Holanda se oponían.

Para Osuna, Venecia era la principal pieza del tablero mediterráneo. Situó su gran flota frente a la ciudad, impidiendo que los barcos mercantes partieran del puerto sin toparse con la escuadra española. Los venecianos entendían que se estaban vulnerando sus leyes palmariamente, porque en sus aguas no podía haber navíos de guerra extranjeros y, en todo caso, cualquier barco debía pagar tributos por el fondeo.

Paralelamente, Francia también se movilizó en el sentido opuesto, infundiendo el miedo entre los venecianos a una posible ocupación española y se ofreció como protector de los nobles y comerciantes de la República. Para ello, fue introduciendo inadvertidamente a numerosos mercenarios. Pero el efecto que causaron fue el contrario al que buscaban: hicieron que la población se sintiera objeto de chantaje e invadida por los franceses.

 

6.- LA CONJURA DE VENECIA

El Dogo reunió a los representes del pueblo, el Consejo de los Diez, para tratar de defenderse de españoles y franceses. Adoptaron la estrategia de organizar una pseudo conjura contra las autoridades locales que sirviera de pretexto para limpiar sus calles de extranjeros. Acusaron a Osuna, Toledo, Bedmar y Quevedo de querer derribar el gobierno veneciano para facilitar la entrada de las tropas españolas en el Véneto y, a los franceses, de ser la vanguardia terrestre que favorecería el desembarco de las tropas españolas que, a su vez, ya contaban con una amplia red de espías en la ciudad, entre ellos, Francisco de Quevedo, cuya misión era la de difundir noticias falsas para crear la confusión entre los ciudadanos.

Culpaban a Osuna de ser el maquinador de las revueltas previstas en la ciudad para el 19 de mayo de 1618, día en que se festejaba la unión de Venecia con el mar, momento propicio para tomar el campanario de San Marcos (Il Campanile), desde donde darían la señal de asalto, justo en el momento en que el Dogo estuviera adentrado en el mar en su galera Bucintoro.

El 12 de mayo los venecianos detienen a Nicolas Renault, dirigente de los infiltrados franceses, quien fue sometido a tortura hasta que declaró quienes le acompañaban en la intentona. Seguidamente, ordenaron la ejecución sumaria de personajes como el propio Renault, los hermanos Jean y Charles Dubouleaux, el capitán de fragata Jacques Pierre, el artillero Langland y el embajador de Francia que escapó a duras penas. El embajador Bedmar, no se habría librado de la ira del pueblo de no haber salido escoltado por las tropas españolas. La represión fue brutal. Cientos de extranjeros fueron arrojados al mar.

 

7.- LA HUIDA DE FRANCISCO DE QUEVEDO DE VENECIA

¿Y Quevedo? La muchedumbre enaltecida asaltó la embajada española, donde quemaron grandes muñecos de trapo que representaban al Duque de Osuna y a Quevedo. Sabían que el embajador había huido. Buscaban al secretario de Osuna, que había entrado en Venecia clandestinamente enviado por su mentor. Pero no le localizaron. Varios historiadores italianos, entre ellos, Pablo Antonio de Tarsia, nos dicen que se escabulló entre el gentío gracias a su disfraz de mendigo menesteroso, encorvado y cojeando, chapurreando el dialecto local que dominaba y oliendo a vino. De esa manera, pasó por un borracho al que no se le entendía bien lo que farfullaba para no delatarse.

Quevedo llegó a Nápoles, pero no fue bien recibido por Osuna, porque toda la operación había resultado un fiasco. Osuna, Bedmar y Quevedo fueron destituidos por el Duque de Lerma, el valido del Rey, que siempre fue partidario de una política antibelicista y sin sobresaltos. Lerma consideró que todas aquellas personas habían actuado por intereses propios ajenos a los de la Corte.

 

8.- REGRESO DE FRANCISCO DE QUEVEDO A MADRID

El fracaso de la política del Duque de Osuna en Italia era evidente. A las quejas de los napolitanos por su abuso recaudatorio para sufragar las incursiones militares se sumó el desastre en Venecia. El Rey le llamo a la Corte para que respondiera ante el Consejo de Estado de varias graves imputaciones, entre ellas, la de intentar autoproclamarse rey de Nápoles. Pidió hablar con el monarca, pero éste se negó a recibirle.

Quevedo declaró a favor de Osuna negando todas las acusaciones que le hacían porque en ello iba su cabeza. Pero todo fue en vano. Osuna quedó inhabilitado y el satírico poeta encarcelado en Uclés, hasta que fue confinado en sus posesiones de Torre de Juan Abad. Entretanto, muere el rey Felipe III y le sucede su hijo Felipe IV, que hace tabla rasa de la administración anterior. Destituye al Duque de Lerma y encarcela a los Duques de Uceda y de Osuna. Éste muere a los tres años sin que ninguno de los dos reyes hubiera querido darle audiencia, ni a él ni a su esposa Catalina Enríquez, nieta de Hernán Cortés.

Quevedo vuelve a Madrid y trata de ganarse la confianza del nuevo Rey. Escribe la obra Política de Dios y Gobierno de Cristo, un manifiesto que prevenía al monarca contra los validos: “Al Rey que se retira de todos, el mal ministro le tienta y no le consulta”. Pero, pronto tuvo que cambiar de planes, en cuanto que el monarca nombró un nuevo valido, Gaspar de Guzmán, Conde Duque de Olivares.

Entonces, Quevedo llevó la adulación a éste al extremo, redactando el manual Cómo ha de ser el valido, tratando de integrarse en su equipo de propaganda, a lo que era tan proclive. Así, mediante la lisonja, se ve de nuevo dentro de la camarilla regia. Obtiene el nombramiento de secretario poeta del Rey y gana su amistad personal, acompañándole en algunos viajes por la península, lo que le hace granjearse las suspicacias y las críticas de los advenedizos seguidores del Conde Duque, contestándoles siempre a todos con su habitual sagaz ironía.

 

9.- FRANCISCO DE QUEVEDO EN CONTRA DE SANTA TERESA

En 1627, Quevedo se ve metido en otro atolladero por Santa Teresa. A iniciativa del valido, los carmelitas proponen al Rey que se declare patrona de España a la Santa abulense, en lugar de Santiago Apóstol. El cambio no era baladí. En la salvaguardia del Santo se hallaba la Orden militar de su nombre que aglutinaba a lo más granado de la sociedad española. La Orden de Santiago era una garantía para acceder a los altos cargos de la administración, eso por lo que Quevedo tanto había luchado.

En realidad, el conflicto era el resultado de una confrontación del Conde Duque de Olivares con la nobleza tradicional española, cada vez más alejada de la Corte. Quevedo se opuso a la proclamación de Santa Teresa con tintes de virulencia. Publicó los opúsculos Manual en defensa de Santiago y España por Santiago en los que decía: “Para lo que en la Santa no hay méritos, ni ella los quiere, es para despojar a Santiago violentamente de lo que le dio Cristo y de lo que ganó en la guerra”.

Llegó a afirmar que sus libros no podían haber sido escritos por ella y que, si de designar a una monja se trataba, de mejor pluma era sor María Jesús de Ágreda. Por coincidencia, desde su clausura, la de Ágreda mantenía una fluida correspondencia con el Rey Felipe IV, dándole consejos de buena gobernanza, entre ellos, que se librara de los manejos del Conde Duque.

Dado lo enrevesado de la cuestión, el asunto fue sometido a las Cortes, que dieron su apoyo a la Santa de Ávila. Los caballeros de Santiago se revolvieron contra el acuerdo y consiguieron anularlo. Pero, los partidarios de Teresa de Jesús recurrieron al Papa Urbano VIII para que confirmara el acuerdo de las Cortes, a lo que accedió un año después. Aquel conflicto no finalizó ahí, porque Santiago Apóstol volvió a ser patrón de España. Y así hasta nuestros días en que ambos comparten el patronato. La relación entre Quevedo y el Conde Duque había quedado muy deteriorada.

 

10.- EL CARDENAL RICHELIEU ENTRA EN LIZA

Otra discordia surgió tras el nombramiento del Cardenal Richelieu como primer ministro de Francia por el rey Luis XIII. El principal afán del sagaz mandatario galo era guerrear contra España en reivindicación de determinados lugares de Italia, para lo que utilizó un belicoso aparato propagandístico de difusión de la leyenda negra española en los Países Bajos y aquellos otros que eran dominio de los Habsburgo.

El Conde Duque replicó movilizando a un importante número de hombres de letras de la Corte para refutar los argumentos de los franceses. Entre ellos estaban Francisco de Quevedo y el jurista Adam de la Parra, de quien el Conde Duque decía “que era tan maldita su lengua como su pluma”. Ambos fracasaron en el empeño, pues la retórica de los franceses para infundir la animadversión y el odio contra los españoles fue más sutil y, a la postre, ambos perdieron el envite y terminaron encarcelados en León.

 

11.- EL CONDE DUQUE DE OLIVARES LLEVA PRESTAMISTAS JUDÍOS PORTUGUESES A LA CORTE

El desgobierno y la falta de control de las finanzas públicas por parte del Conde Duque de Olivares llevó a la economía del Reino a una situación insostenible. En 1621, la deuda real superaba en 350.000 ducados a los ingresos previstos. El gasto de ese año no sería devuelto a los acreedores, principalmente, banqueros genoveses, ni con las rentas de los cuatro años siguiente. La suspensión de pagos era inevitable.

Fue entonces cuando Olivares volvió su mirada a los prestamistas judíos de Portugal, país que entonces se hallaba bajo administración española. El Conde Duque dio un giro radical respecto de la posición mantenida con ellos por España desde el Decreto de Expulsión de los Reyes Católicos. Trató de que se establecieran en Madrid desplazando a los genoveses, para lo que no se detuvo en barras para acceder a cuantas peticiones le hicieran, como la liberación de los judíos encerrados en las cárceles de la Inquisición de Portugal, la posibilidad de contraer matrimonio con castellanos viejos o la libertad de movimiento por la península y de establecimiento en como cualquier castellano.

La contraprestación de los prestamistas lusos era la de cobrar un interés más bajo que el exigido por los genoveses en las numerosas deudas que el Reino mantenía con ellos, que los judíos consolidaron en una sola. Pero, los altercados empezaron cuando los miembros de la nobleza veían como estos nuevos acreedores entraban y salían del Alcázar y de los aposentos reales sin ninguna cortapisa, recibiendo todo tipo de honores y títulos nobiliarios.

 

12.- FRANCISCO DE QUEVEDO SE HACE ECO DE LAS QUEJAS DEL PUEBLO

Pronto comenzaron a aparecer por Madrid numerosas octavillas, unas doscientas, informando de los desmanes del Conde Duque de Olivares, no tanto por motivos raciales, sino económicos. Surgieron las protestas del pueblo que, aquejado por el hambre, tenía que responder con su peculio a tanto derroche arbitrario. Los primeros en quejarse fueron los comerciantes sevillanos, que vieron como perdían sus transacciones con América, especialmente en Brasil, en favor de los judíos portugueses, a quienes antes se les prohibía. Así como que sus relaciones mercantiles con otros grupos judíos de ciudades como Ámsterdam, Praga, Estambul, de países enemigos de España, quedaran expeditas.

Rompiendo una liviana amistad con el Conde Duque de Olivares, Francisco de Quevedo reaccionó con acritud contra aquellos “disimulados que negociaban de rebozo con traje y lengua de cristianos”. Publica su famosa obra Execración contra los judíos, escrita en 1633 en Villanueva de los Infantes, una dura crítica contra el rey Felipe IV y su valido, en la que vertía frases como esta: “No es buena conveniencia escoger, por menos intereses, en los conciertos a los judíos conversos, porque en el trato no es menos costoso el que pide menos y se queda con todo que aquellos que piden más y no faltan en nada”. Desde ese momento, deshacerse de Quevedo se convirtió en una obsesión para el Conde Duque.

 

13.- LA ACUSACIÓN CONTRA FRANCISCO DE QUEVEDO

El valido urdió una treta para presentar ante el Rey una acusación de alta traición contra Quevedo, de ser un espía de Francia. En su estratagema recurrió a un íntimo amigo del escritor, el Duque del Infantado, cuyo estrambótico nombre era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza de la Vega y Lara, un personaje dispuesto a todo con tal de medrar en la Corte.

La confianza que Quevedo tenía en él era tal que aquel año de 1639 le había escrito una carta lamentándose de la nefasta política del Conde Duque, diciendo: “El Rey está acometido por Francia por todas partes, por mar y aire, y no hace nada siguiendo los consejos de Olivares”. Al Duque del Infantado le faltó tiempo para ponerlo en conocimiento del Conde Duque. Éste envió de inmediato una misiva al Rey en la que le comunicaba que Quevedo tenía relaciones en Francia y que se había visto entrar en su casa a un francés enviado por el Cardenal Richelieu.

Olivares también escuchó la opinión de otro miembro de la nobleza enemigo de Quevedo, Gaspar de Bracamonte Guzmán, Conde de Peñaranda y consejero de Castilla, quien le expuso que todos estaban hartos del escritor por sus invectivas contra los judíos y que donde mejor estaba era fuera de Madrid. Con las alegaciones del Duque y el Conde, Olivares procedió a ordenar el encarcelamiento de Quevedo.

 

14.- EL DESCUBRIMIENTO DEL HISPANISTA JOHN H. ELLIOT

En 1972, el hispanista británico John H. Elliot, biógrafo de Francisco de Quevedo, encontró en el transcurso de sus investigaciones el documento que el Conde Duque de Olivares entregó al Rey Felipe IV, que justificaba la causa del ingreso de Quevedo en la prisión del Convento de San Marcos de León, tesis que también avala el investigador palentino Pablo Jauralde Pou, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.

El escrito decía así: «Señor. El Conde de Peñaranda ha pasado conmigo lo que me dice en su papel, que ya le han tomado entre ojo tanto todos, con lo que ha apretado contra los judíos portugueses, que en cualquier parte estará este sujeto mejor que en Madrid, y mejor donde menos mal pueda hacer, para tomar una resolución como recluir un hombre por toda su vida. Quien avisa del delito y da luz de él, es justo que le califique y consulte por lo menos.

Aun habrá que mirar, como Vuestra Majestad sabe, para el negocio de don Francisco de Quevedo fue necesario que el Duque del Infantado, siendo íntimo de don Francisco de Quevedo (como él lo dijo a Vuestra Majestad y a mí), le acusase de infiel y enemigo del gobierno y murmurador de él, y últimamente por confidente de Francia y correspondiente de los franceses. Y no bastó todo hasta que al presidente de Castilla y Yuseph González consultaron lo que les parecía se debía hacer con él. Por todo lo cual, me parece que Vuestra Majestad ordene por medio mío, por el secreto mayor, a don Pedro Pacheco, que diga enteramente lo que sabe de esta materia, y consulte a Vuestra Majestad por mis manos lo que se le ofrece en ello. En todo hará Vuestra Majestad lo que le pareciere más acertado». (Pedro Pacheco Girón era miembro del Consejo de la Inquisición y del Consejo de Castilla).

Quevedo siempre dijo que desconocía quién le había denunciado y la causa. Pero sí lo sabía, pues dejó escrito: “Me encarcelaron sin pruebas, amarrado con grilletes como un rabioso criminal; tres llaves cerraban mi calabozo, cada una de ellas pertenecía a diferente autoridad haciendo imposible cualquier prerrogativa para que me dejasen libre. Me acusaron ante el Rey de estar al servicio del enemigo francés, de seguir las órdenes del cardenal Richelieu. El delator fue un amigo, como él se consideraba, que pensó sacar provecho con su acción. Aquello resultó una vil patraña que utilizaron para acallar mi voz. Casi lo logran, pues salí de prisión con la mente apagada, el cuerpo desmoronado y trillada mi salud”.

 

15.- EN LA CÁRCEL DE SAN MARCOS DE LEÓN

Después de haber mantenido durante años diversas diferencias con la Corona, el 7 de diciembre de 1639, Francisco de Quevedo fue trasladado a la prisión del convento de San Marcos de León, de la Orden de Santiago de la que era Caballero, a la que irónicamente llamaba “la Santa Casa”. El apresamiento se produjo en Madrid cuando dormía en el palacio del Duque de Medinaceli, con quien compartía aposentos, un edificio alquilado al Duque de Alba. Le detuvieron dos alcaides de corte, Francisco Robles y Enrique de Salinas, para llevarle a la Puerta de Toledo, donde le subieron a una litera vigilada por varios alguaciles que le condujeron hasta la ciudad del Bernesga.

Quevedo nos lo narra detalladamente: “Estando huésped de un gran señor (el duque de Medinaceli), me prendieron dos alcaides de corte, con más de veinte ministros, y sin dejarme cosa alguna, tomándome las llaves de todo, sin una camisa, ni capa, ni criado, en ayunas, a las diez y media de la noche, el día siete de diciembre, y en un coche con uno de los alcaides y dos alguaciles de corte y cuatro guardias, me trajeron más con apariencia de ajusticiado que de preso, en el rigor del invierno, sin saber a qué, ni porqué, ni adonde, al Convento Real de San Marcos de León, de la Orden de Santiago, donde llegué desnudo y sin un cuarto, y donde estuve seis meses solo en un aposento y cerrado por defuera con llave, y adonde sin salir del convento he estado dos años, que son prosiguiendo desde siete de diciembre de treinta y nueve, hasta los veinte de octubre de cuarenta y uno”.

Se lo cuenta a su amigo Adam de la Torre, añadiendo que en la puerta aguardaba el prior para recibirle: “Llegué y vi las narices del padre prior, que podría servir de paraguas a la comunidad muy reverenda. Venían debajo de ellas todos los modregos, mirándome de soslayo, temerosos de hallar una alimaña”.

 

16.- LA ESTANCIA DE QUEVEDO EN LEÓN

En una carta a Adam de la Parra, Quevedo le describe cómo es el lugar de su encierro en los siguientes términos: “Aunque al principio tuve mi prisión en una torre de esta Santa Casa, tan espaciosa como clara y abrigada para la presente estación, a poco tiempo por orden superior, no diré nunca que, por superior desorden, se me condujo a otra muchísimo más desacomodada que es donde permanezco.

Redúcese a una pieza subterránea, tan húmeda como un manantial, tan oscura que en ella es siempre de noche, y tan fría que nunca deja de parecer enero. Tiene sin comparación más traza de sepulcro que de cárcel. Tiene de latitud esta sepultura, donde estuve enterrado vivo, veinte y cuatro pies escasos y diez y nueve de ancho. Su techumbre y paredes están por muchas partes desmoronadas a fuerza de la humedad; y todo tan negro que más parece recogimiento de ladrones fugitivos que prisión de hombre honrado.

Para entrar en ella, hay que pasar por dos puertas que no se diferencian en lo fuerte. Una está al piso del convento, y otra al de mi cárcel, después de veintisiete escalones, que tienen traza de despeñadero. Las dos están continuamente cerradas, a excepción de los ratos que diré, en que, más por cortesía que por confianza, dejan la una abierta, pero la otra asegurada con doble cuidado.”

Varios arqueólogos del siglo XIX determinaron el lugar exacto de la celda en la que Quevedo pasó el mayor tiempo de su reclusión en León. Para Fidel Fita Colomé, la pieza subterránea que mencionaba se encontraba en la parte inferior de la actual torre del reloj. Y según Juan de Dios de la Rada, en el cuadrante de la torre del campanario.

En cualquier caso, la habitación era en extremo fría y húmeda, debido al clima de León y por hallarse el edificio en la orilla izquierda del río Bernesga, “con un río por cabecera”, decía, con crecidas en invierno que alcanzaban los cimientos del convento. Por ello, Quevedo se quejaba exclamando: “Yo he pasado muchas veces los Alpes y los Pirineos, y no he padecido de tan profunda destemplanza de frío como en este lugar”.

Pasado el tiempo, todos se olvidaron de él, incluido el Rey y el Conde Duque, enfrascados en guerras con Cataluña y Portugal. Ese desdén propició que los frailes mitigaran su situación, facilitándole mesa, papel y pluma, pudiendo escribir libros y cartas. Mantuvo correspondencia con varios jesuitas y con el Obispo de León, Baldomero Santos de Risoba, que le tenía en gran estima. Incluso, le permitieron salir de la celda para pasear por los claustros, ya con mucha dificultad.

Así lo relata en la misiva a su amigo Adam de la Parra, que también terminó encarcelado en León por criticar varios nombramientos en la Inquisición, lo que enfureció al Conde Duque y ordenó su ingreso en la cárcel. Pero no en la de San Marcos, sino en la de San Isidoro, panteón de los Reyes de León, en una de sus torres defensivas convertidas en presidio del Estado.

 

17.- DESTIERRO DEL CONDE DUQUE DE OLIVARES Y LIBERACIÓN DE QUEVEDO

Las aciagas advertencias que sobre el Conde Duque le hacía sor María Jesús de Ágreda al Rey Felipe IV se vieron justificadas. En el transcurso de la guerra abierta con Francia, se produjo el levantamiento en Cataluña y la restauración monárquica en Portugal con la dinastía Bragança. En Cataluña y Portugal se sentían exhaustos por la continua leva de soldados y la recaudación de fondos para una guerra que no consideraban suya. Como consecuencia de ello, en 1643 el Rey ordenó el destierro de Olivares lejos de la Corte, que terminó en Toro y murió en el Palacio de los Marqueses de Alcañices de dicha ciudad.

Alguien intercedió por Quevedo. Se trataba de Juan de Chumacero, un ilustre jurista, alumno del colegio de San Bartolomé de Salamanca y graduado en Leyes por su Universidad. Era un antiguo amigo suyo, también Caballero de Santiago y, a la sazón, recién nombrado presidente del Consejo Real. Chumacero recuerda al monarca que Quevedo sigue encarcelado y pide su liberación ya que “ninguno tiene noticia de culpa, particulares contra el preso, y lo da a entender el no haberle hecho cargo, ni tomándole confesión en tanto tiempo. Su edad es mucha y los achaques tan continuos que no se levanta de la cama y hoy está enfermo de peligro”.

En principio, el Rey rechazó la petición aduciendo que “la prisión de don Francisco fue por causa grave”. Pero, luego lo somete a consideración de José González de Salas, otro conocido de Quevedo y Caballero de la Orden de Calatrava, quien, en línea con Chumacero, le informa de que “no se levanta de la cama y se duda de su vida, siendo aconsejable darle soltura”. El Rey se mostró más receptivo y le concedió el indulto. Pocos días antes lo había hecho con Adam de la Parra.

A la salida, le esperaba el Duque de Medinaceli, su antiguo anfitrión, que le traslada a su palacio de la localidad manchega de Cogolludo. Pasó algunos meses en Madrid, donde apenas pudo caminar por sus calles por las secuelas crónicas que el paso por la cárcel le había infligido. Finalmente, en 1645, muere en el convento de Santo Domingo de Villanueva de los Infantes.

(Portada. Francisco de Quevedo. Caballero de la Orden de Santiago. Instituto de Valencia de don Juan. Existe una copia en el Wellington Museum de Londres y otra propiedad de la familia Xabier de Salas)

 

 

III Duque de Osuna

 

Entrada al Arsenal de Venecia. Canaletto. 1732

 

El Bucintoro, galera del Dux de Venecia. Francesco Guardi

 

 Conde Duque de Olivares

 

VII Duque del Infantado

 

Conde consorte de Peñaranda

 

Convento de San Marcos junto al río Bernesga. Finales siglo XVII

 

Busto de Francisco de Quevedo. Biblioteca Nacional. Realizado por el escultor Alonso Cano en Madrid el año 1639, poco antes de ingresar en la prisión de San Marcos

 

Convento de San Marcos de León

 

 

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