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sábado 14 junio 2025
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Camilo José Cela entrevista a Azorín: fue imposible

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Camilo José Cela entrevista a Azorín: fue imposible

 

 

CAMILO JOSÉ CELA REALIZÓ UNA ENTREVISTA IMPOSIBLE A AZORÍN QUE QUEDÓ EN LOS ANALES DEL PEDIODISMO. CUANDO UNO PREGUNTA Y EL OTRO NO QUIERE CONTESTAR…

 

 

Era 1950 y Azorín se acercaba a los ochenta. Seguía en el diario ABC. Ya no escribía libros ni sus terceras, que la Editorial Prensa Española recopiló ese año en Las Terceras de ABC. Pero, seguía trabajando… a la fuerza. Colaboraba ocasionalmente en su última afición, el cine, que para él fue un descubrimiento cuando dejó de estar abstraído en sus libros. En páginas finales comentaba las películas a las que asistía en los cines de la Gran Vía y otros de barrio «de sesión continua y programa doble», y eso le valió que el Círculo de Escritores Cinematográficos le concediera la medalla anual en la modalidad de Labor Literaria.

La condecoración a Azorín llamó la atención del escritor Camilo José Cela que, a sus pletóricos 33 años, ya había escrito La Familia de Pascual Duarte, a pesar de lo que él llamaba “restricciones”. Vio en Azorín la ocasión para hacerle una entrevista que publicó el 1 de diciembre en el Correo Literario. Pero no contaba con un imprevisto: Azorín ya estaba de vuelta de todo y los jóvenes periodistas le resultaban un incordio.

Cela se dirigió a su casa, a la calle Zorrilla 21 de Madrid, muy cerca del Congreso de los Diputados, donde durante muchos años había ejercido como cronista parlamentario. Era el encuentro entre el creador del término Generación del 98 y un joven escritor exultante y tremendistas de la posguerra. De aquel vacío diálogo no iba a salir, como Azorín acostumbraba a decir, “nada”.

Si traemos aquí esta entrevista, no es porque le interese al buen lector, que no le dirá “nada”, sino porque en su día fue puesta de modelo para aquellos que se iniciaban en la práctica del periodismo, para mostrar lo que ocurre cuando se pregunta a alguien que se niega a contestar, lo que el entrevistador suple mediante la descripción de lo que le rodea y de sus propias sensaciones ante el naufragio para rellenar el papel. Las circunstancias se presentaban muy embrarazosas.

 

– ¿Azorín?

– Gracias.

– No hay de qué.

La doncella de Azorín lleva una cofia blanca. La doncella e Azorín es una mujer joven. La sonrisa de la doncella de Azorín se dibuja clara, precisa, quizá sobre un velado fondo de amargor.

En el vestíbulo hay un perchero. En el perchero no hay nada. En el portal había un portero mal educado. En el ascensor se quedó un banquito de peluche.

– Pase.

– Sí.

A la derecha del vestíbulo hay una salita con una cama turca, una mesa de camilla y un grabado en las paredes que se titula Les Crêpes.

– Siéntese.

– Sí.

Sobre la mesa de camilla hay una lampara con pantalla verde. La mesa de la camilla tiene las faldas de color verde. La cama está forrada de verde. La salita de la derecha del vestíbulo parece la sala de espera de un dentista. O la de un otorrinolaringólogo. O la de un notario. O la de un registrador de la propiedad. O la de un ingeniero de Minas. O la de un ingeniero de Montes. O la de un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos.

En el pasillo se oye una suave carraspera.

– Hola.

– Buenas tardes, maestro; le encuentro a usted muy bien.

– No, no…

– Usted perdone, yo le encuentro muy bien.

– No, no… El que está muy bien es usted.

– Gracias. Usted también. Yo no quisiera molestarle.

– Usted no molesta.

Azorín está embutido en un abrigo. Parece un paraguas cerrado; no el paraguas rojo de otro tiempo, sino más bien un paraguas oscuro ya un tanto usado.

– Le sigo a usted en el ABC

– No, no…

– ¡Caramba! ¡Que sí! ¡Le juro que le sigo a usted en el ABC!

– No, no… Quien le sigue a usted en el Arriba soy yo.

– Gracias. Yo a usted también. Yo no quisiera molestarle.

– No, no…

– ¡Hombre! ¡Usted perdone! ¡Usted tiene una buena casa!

– No, no…

– Grande.

– De tiempos de Alfonso XII.

– Bueno. De tiempos de Alfonso XII, pero grande.

– No, no. Destartalada.

Al viejo escritor no quien le meta el diente.

-Trabaja usted mucho, maestro.

-A la fuerza.

– ¿Y sigue usted con su horario franciscano?

– A la fuerza.

– ¡Vaya! ¿Sale usted mucho?

– No, no…

– ¿Su paseíto por las mañanas?

– No, no… De las tardes.

– ¿A la caída del sol?

– No, no… A las tres y media.

– ¿Por la Carrera de San Jerónimo?

– No, no… Por la Puerta del Sol.

– ¿Y después se encierra usted a trabajar?

– A la fuerza.

El visitante tiene ganas de fumar, pero no se atreve a encender un pitillo. El visitante, para consolarse, se rasca una pierna con disimulo. Desde la salita de Azorín no se oye nada, absolutamente nada. Cuando Azorín se calla del todo y no dice ya ni “no, no…”, la salita de Azorín es posiblemente lo más parecido que hay al Limbo.

– Claro, claro… Trabajar es lo mejor. En Madrid ahora no se puede ir a ningún lado, ¿verdad?

– No, no… Ahora hay muchas librerías.

– ¿De viejo?

– Y de nuevo, y de nuevo.

– Bueno, sí.

– Y editoriales, muchas editoriales.

– Si, señor.

– ¡Las restricciones!

– ¿Eh?

– ¡Las restricciones!

– ¡Ah!

– Claro. Sin restricciones habría más.

– Puede ser.

Al visitante le pica ya la espalda. Si tuviese valor para encender un pitillo, los nervios se le tranquilizarían. Pero el visitante no tiene valor para encender un pitillo.

Azorín vive detrás de las Cortes. Azorín fue subsecretario de Instrucción Pública. Azorín tuvo, en tiempos, cierta vocación política. Azorín aparece siempre muy lavado. Azorín aparece siempre recién afeitado. Azorín aparece siempre pulcro.

– De modo que sale poco, ¿eh?

– A la fuerza…

El visitante está ya al borde del coma

– Como un escritor francés, ¿eh?, en su torre de marfil

El visitante empieza a pensar que el señor que tiene delante es un doble de Azorín.

– ¿Libros?

– No, no…

– ¿Ninguno?

– No, no… Ya me he despedido.

– ¿Para siempre?

– Sí, sí… Ya me he despedido en el último.

El visitante tose un poco.

– ¿Y artículos?

– A la fuerza.

– Pero es usted incansable.

– A la fuerza.

El viejo escritor sigue resistiendo.

– ¿Y de salud? ¿Está usted bien de salud?

– ¡Psché!

– De buen aspecto.

– ¡Psché!

– De buen color…

– ¡Psché!

– Con buen aire.

El viejo escritor suspira largamente.

– Mucho método

– Sí, claro,

– Mucho orden.

– Sí, claro

– Si no, sobreviene el desequilibrio

– Claro, claro.

El visitante apunta la frase “sobreviene el desequilibrio”. El visitante no tiene una gran práctica en el género y, a veces, las frases largas se le escapan. El visitante se siente un tanto desequilibrado. Quizá sea debido a que no tiene método, ni cuidado ni orden, ni concierto.

– Oiga maestro: ¿le hacen muchas entrevistas para los periódicos?

– No, de compañero a compañero, no.

– Me hago cargo ¿Y encuestas?

– No, es una norma de conducta que me he trazado; prefiero abstenerme. Yo nada tengo que decir. Yo prefiero estar al margen.

– Muy bien

– Eso. Yo prefiero estar al margen; yo no tengo nada que decir.

– Ya, ya ¿Y no constesta usted nunca?

– Nunca, nunca.

El viejo escritor se mueve un poco de la silla.

– ¿A usted le han hecho alguna edición de arte?

– No señor, ninguna. Empezaron una en Barcelona, pero no sé lo que habrá sido de ella. Aún no me han dicho nada… ¿Y a usted?

– Tampoco, a mí tampoco.

– ¿Y fuera?

– No, fuera tampoco. En Noruega hicieron una de La Ruta de Don Quijote.

– ¿Bonita?

– Sí, bonita

– ¿Con láminas?

– Sí con láminas

– ¿En noruego?

– Eso es; en noruego.

– ¿Y le enviaron ejemplares?

– Sí, me enviaron ejemplares.

El viejo escritor mira furtivamente para los ojos del visitante.

– Pero ya los regalé todos…

– ¡Vaya por Dios!

El visitante mira de reojo al viejo escritor.

– Bueno maestro, no quiero molestarle más.

– Usted no molesta.

El visitante vuelve a tomar ánimos

– Bueno maestro, ya le digo: no quiero interrumpirle en su trabajo. Usted es un hombre muy ocupado.

– A la fuerza…

El visitante hace como que no oye.

– Un hombre muy ocupado al que no debe importunársele.

– Nada, nada.

El visitante, en un rapto de decisión se levanta.

– Bueno, maestro, adiós.

– Adiós.

– Muchas gracias por haberme recibido.

– De nada.

– Adiós.

– Adiós.

Por la calle pasaban unos muchachos hablando a gritos. El visitante tardó algún tiempo en darse cuentas del espectáculo. A la puerta de la Comisaría que hay enfrente de la casa de Azorín, dos guardias y dos mujeres se sienten felices vociferando. En los restaurantes alemanes de cerca de la casa de Azorín no saben lo que es la tila.

– ¿Quiere usted, en vez, salchichas de Fráncfort?

– Bueno tráigame lo que quiera.

 

(Foto. Vivienda de Azorín. idealista)

 

 

Azorín en su paseo vespertino

 

Camilo José Cela

 

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